Magnetismo y gravedad.

magnetismo,gravedad,demostracion.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad.


No había forma de encontrar trabajo, ni siquiera para un hábil carpintero.

Sin embargo, la construcción de asentamientos seguía adelante, mayoritariamente financiados por el dinero de los judíos estadounidenses, las contribuciones de los especuladores de Wall Street y los propietarios de los antros de juego.

“Menos mal”, pensó José, “que tenemos unas cuantas ovejas y olivos y que María cría unos cuantos pollos”. Pero José estaba preocupado: “Queso y aceitunas no bastan para alimentar a un niño que está creciendo. María va a dar a luz a nuestro hijo cualquier día de estos”. En sus sueños anhelaba un muchacho robusto trabajando a su lado… multiplicando los panes y los peces.

Los colonos menospreciaban a José. Rara vez asistía a la sinagoga y en las principales fiestas sagradas llegaba siempre tarde para evitar el pago del diezmo. Su sencilla casita estaba situada en una quebrada cercana a un manantial que fluía todo el año. Era el sitio ideal para cualquier expansión de asentamientos. Por eso cuando José se retrasó en el pago del impuesto sobre la propiedad, los colonos se apropiaron de su casa, desalojando por la fuerza a José y María y ofreciéndoles un billete de ida para el autobús que iba a Jerusalén.

José, nacido y criado en las áridas colinas, se defendió y ensangrentó a no pocos colonos con sus puños endurecidos por el trabajo. Pero al final tuvo que sentarse magullado en su lecho nupcial bajo el olivo, con desesperación negra.

María, mucho más joven, sentía ya los movimientos del bebé. Su hora estaba próxima.

“Tenemos que encontrar un refugio, José, tenemos que marcharnos… no es momento para venganzas”, suplicó.

José, que creía en el “ojo por ojo y diente por diente” de los profetas del Antiguo Testamento, acabó aceptando de mala gana.

Por tanto, tuvo que vender sus ovejas, pollos y otras pertenencias a un vecino árabe para comprar un carro con un burro. Lo cargó con el colchón, algunas ropas, queso, aceitunas, huevos y así se encaminaron hacia la Ciudad Santa.

El camino que debía seguir el burro era pedregoso y lleno de baches. María hacía una mueca de dolor con cada sacudida; le preocupaba que el traqueteo pudiera dañar al bebé. Pero había algo aún peor, este era el camino que forzosamente debían seguir los palestinos, con controles militares situados a cada paso. Nadie le había dicho a José que, como judío, podría haber tomado una carretera suavemente pavimentada, prohibida para los árabes.

En el primer bloqueo de carretera, José vio una larga fila de árabes esperando. Señalando a su embarazada mujer, José preguntó a los palestinos, medio en árabe, medio en hebreo, si podían adelantarles. Le abrieron paso y la pareja siguió adelante.

Un joven soldado levantó su rifle y ordenó a José y María que bajaran del carro. José descendió e hizo un gesto hacia la barriga de su esposa. El soldado soltó una risita y se volvió hacia sus camaradas: “Ese árabe viejo le ha hecho un bombo a la chica que compró por una docena de ovejas y ahora quiere un pase libre”.

José, rojo de rabia, gritó en un ronco hebreo: “Soy judío. Pero, a diferencia de vosotros… respeto a las mujeres embarazadas”.

El soldado empujó a José con su rifle y le ordenó que retrocediera: “Eres peor que un árabe, eres un judío viejo que se folla a muchachas árabes”.

María, asustada por el intercambio de exabruptos, se volvió hacia su marido y gritó: “Basta, José, o acabarán disparándote y nuestro niño se quedará huérfano”.

Con grandes dificultades, María descendió del carro. Desde la garita de guardia llegó un oficial que después llamó a una soldado: “Eh, Judi, ve a mirar qué tiene bajo el vestido, no sea que vaya cargada de bombas”.

“¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta que te toquen?”, ladró Judith en hebreo con acento de Brooklyn. Mientras los soldados discutían, María se inclinó hacia José buscando apoyo. Finalmente, los soldados llegaron a un acuerdo.

“Súbete el vestido y ven aquí”, ordenó Judith. María palideció de vergüenza. José se enfrentó desesperado a las pistolas. Los soldados se rieron y señalaron hacia los pechos hinchados de María, bromeando acerca de un terrorista no nato con manos árabes y cerebro judío.

José y María continuaron su camino hacia la Ciudad Santa. A lo largo de todo el camino, tuvieron que ir parando con frecuencia a causa de los controles. En todas y cada una de las ocasiones tuvieron que sufrir más retrasos, más indignidades y más insultos gratuitos escupidos por sefardíes y asquenazíes, por hombres y mujeres, laicos y religiosos, todos ellos soldados del Pueblo Elegido.

Atardecía ya cuando María y José llegaron finalmente hasta el Muro. Las puertas se cerraban por la noche. María gritó de dolor: “José, siento que el niño viene ya. Por favor, haz algo, rápido”.

A José le entró el pánico. Vio las luces de un pequeño pueblo cercano y, dejando a María en el carro, corrió hasta la casa más próxima y golpeó la puerta con el puño. Una mujer palestina abrió un poco la puerta y atisbó en la oscuridad la cara agitada de José. “¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?”.

“Soy José, un carpintero de las colinas de Hebrón. Mi mujer está a punto de dar a luz, necesito un refugio para proteger a María y al bebé”. Señalando hacia María, que se había quedado en el carro, José suplicó en su extraña mezcla de hebreo y árabe.

“Bien, hablas como un judío pero pareces árabe”, dijo la mujer palestina riendo mientras volvía con él hacia el carro.

El rostro de María estaba crispado de dolor y miedo: sus contracciones eran ya más frecuentes e intensas.

La mujer ordenó a José que metiera el carro en un establo donde guardaban las ovejas y las gallinas. Tan pronto como entraron, María gritó de dolor y la mujer palestina, a la que se había unido ahora una partera de la vecindad, ayudó rápidamente a la joven madre a tumbarse en un lecho de paja.

Así fue como el niño vino al mundo, mientras José lo observaba todo con el corazón encogido.

Y sucedió después que los pastores, al regresar de sus campos, oyeron los gritos de alegría por el nacimiento y corrieron al establo con sus rifles y leche fresca de cabra sin saber si había amigos o enemigos, judíos o árabes. Cuando entraron en el establo y vieron a la madre con el bebé, dejaron a un lado sus armas y ofrecieron la leche a María que les dio las gracias en hebreo y en árabe.

Los pastores estaban sorprendidos y maravillados: ¿Quién era esa gente extraña, una pareja de judíos pobres que venían en paz con un burro y un carro con letras árabes? Las noticias sobre el extraño nacimiento de un niño judío justo fuera del Muro en un establo palestino corrieron veloces por doquier. Muchos vecinos entraron y contemplaron a María, el bebé y José.

Mientras tanto, los soldados israelíes, equipados con lentes de visión nocturna informaron desde sus torres de vigilancia orientadas sobre la zona palestina: “Los árabes se están reuniendo justo fuera del Muro, en un establo, alumbrándose con velas”.

Las puertas que había en la parte baja de las torres de vigilancia se abrieron velozmente y varios vehículos blindados con luces brillantes, seguidos de soldados armados hasta los dientes, salieron y rodearon el establo, los aldeanos reunidos y la casa de la mujer palestina. Un altavoz aullaba: “Salid fuera con las manos en alto o empezaremos a disparar”. Todos salieron del establo junto con José, que se adelantó con las manos extendidas hacia el cielo diciendo: “Mi mujer, María, no puede cumplir vuestra orden. Está amantando al pequeño Jesús”.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Paris-Texas.


Ningún road movie menos convencional que Paris, Texas, una de las obras maestras de Wim Wenders y una de las cintas más enigmáticas de los últimos treinta años. La historia, como tal, se apega a la clásica estructura narrativa de tres actos. En el primero seguimos a Walt Henderson (Dean Stockwell) mientras emprende un viaje hacia el desierto para recoger a su hermano Travis (Harry Dean Stanton), al que encontraron, perdido y mudo, a la mitad de la nada. Ahí arranca el primer viaje de la cinta: Travis y Walt, dos hermanos tan o más dispares que aquellos que interpretaron Tom Cruise y Dustin Hoffman en Rain Man, manejan un viejo chevrolet hasta Los Ángeles. En el camino, Wenders delínea los primeros esbozos de las vidas que acabamos de conocer. Travis lleva desaparecido casi cuatro años, y Walt y su esposa de origen francés, Anne (Aurore Clement), se han hecho cargo de su pequeño hijo, Hunter, durante todo ese tiempo. En Los Ángeles, la cinta se detiene y se convierte en una dulce comedia. Travis, aún desconcertado, aún atando los cabos sueltos de su vieja vida, busca acercarse a Hunter de nueva cuenta. A pesar de que, para este momento, la cinta ya lleva más de una hora de haber comenzado, Wenders se niega a darnos más claves de las necesarias. El elemento más importante que se introduce en este segundo tercio es la existencia de Jane (Natassja Kinski), la ex esposa de Travis, que también abandonó a Hunter; aunque seguimos sin enterarnos de los pormenores de esta separación. Parte del innegable logro de Wenders recae en su habilidad para mantenernos interesados en una cinta cuya narrativa parece desdeñar la importancia de sus propios misterios: escena tras escena, Paris, Texas da la impresión de ser una película más interesada en urdir instantes sugerentes y tiernos que en ser un viaje al rompecabezas interior de un personaje prácticamente silente como Travis. Lo que nos lleva al último y magnífico tercer acto en el que Travis y Hunter emprenden un segundo viaje en automóvil en busca de Jane. Es ahí, en los últimos diez minutos de la película, en una estupenda confrontación entre Kinski y Dean Stanton, donde Wenders resuelve los misterios y delata el propósito de su historia.

Escrita por el dramaturgo norteamericano Sam Shepard, Paris, Texas es el mejor ejemplo de un cine que debe beberse despacio. El encanto de la historia no está en su arco narrativo, ni siquiera en su final luminoso, sino en el cuidado con el que Wenders, a través del ojo de su fotógrafo y usual colaborador Robby Müller, captura cada momento y cada locación de su cinta como si, más que escenas, estuviera dirigiendo postales. Nótese el espléndido uso del rojo para encender el mise en scene, para imantar nuestra atención; la parca elegancia con la que retratan el desierto y sus bares y sus moteles con letreros titilantes como venas de neón; el ojo descarnado con el que observan las ciudades, sus horizontes de gris sobre gris y su caleidoscopio cromático limitado a las luces artificiales de un espectacular. El juego de luz y color de Wenders sería perfeccionado unos años después por Almodóvar, pero, a diferencia de cómo ocurre en las cintas de ese estrafalario director español, el deleite –o la manía- en la composición jamás sofoca las secuencias de Paris, Texas. Las decora, las hermana, las concatena. Además, ver la cinta de Wenders es estar frente al más exquisito juego simbólico. Paris, Texas está atiborrada de significados secretos: la referencia a Francia como el epítome de la sofisticación de la que han carecido los hermanos Henderson, la implicación de que viajar en avión es alejarse de la tierra y la realidad, la desesperación soterrada –los intentos truncados por comunicarse- que permean en las grandes ciudades (¿qué es la última secuencia, en aquel remedo de burdel, sino el más conmovedor intento entre dos personas para cerrar la brecha de silencio que la vida y la distancia les ha impuesto?).

Todo la pirotecnia visual de Muller y el simbolismo de Wenders valdría para poco de no ser por los actores que escogieron para poblar la historia de Shepard. Stockwell y Clement son lo más débil del ensamble: como histriones, ambos dan la impresión de escoger el camino más sencillo para su interpretación. Los que verdaderamente deslumbran son Stanton, Hunter Carson como su hijo y, sobre todo, Natassja Kinski como Jane. No es coincidencia que el tercer acto, que es el mejor, les pertenezca a ellos tres. Carson es absolutamente verosímil como el hijo dislocado de un matrimonio roto, Stanton no da un registro en falso como el hombre que poco a poco recuerda su vida (y los agravios y dolores que la acompañan) y Kinski, en las tres secuencias donde aparece, es sencillamente impecable. Es difícil recordar a otra actriz que, en un papel igualmente reducido, haya logrado armar a un personaje tan redondo y con una transición tan compleja: en sólo veinte minutos, Jane deja de ser una especie de prostituta aniñada para convertirse en madre y mujer. La transición no ocurre tras bambalinas. Ocurre frente a nuestros ojos, en cada gesto, en cada mirada de sus ojos. No hay mejor elogio que afirmar que, al final de la cinta, el destino de Travis nos tiene sin cuidado: la que nos importa es ella, a pesar de que llevamos menos de media hora de haberla conocido.

Postal lírica del desierto, road movie en dos partes con un corazón dulce en medio, Paris, Texas es merecidamente un clásico del cine moderno.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Codice AQ.


Además de mostrar el fino sentido del humor de Abel Quezada, la exposición Códice AQ, inaugurada anteanoche en el Museo de la Ciudad de México, permite apreciar una lectura renovada y fresca de la obra del caricaturista, al tiempo que da cuenta, “tristemente”, de la vigencia de sus puntos de vista y sus críticas.

Así lo consideró Abel Quezada Rueda, uno de los tres hijos del dibujante, historietista, periodista, cuentista, pintor y muralista nuevoleonés fallecido en 1991, cuyo quehacer ofreció divertidas claves para entender la segunda mitad del siglo XX mexicano.

“Como familia, para nosotros esta muestra representa una gran satisfacción, porque se trata de la primera revisión del trabajo de mi padre después de más de 10 años de su anterior exposición, efectuada en el Museo Tamayo, en 1999”, destacó Quezada Rueda, en entrevista posterior a la ceremonia de apertura.

“La de ahora es una visión mucho más fresca, ya con más experiencia para verlo y adaptarlo a lo que es el periodo actual. Todavía pueden releerse los artículos y los cartones de mi padre como si aún estuviera vivo. Creo que le va a gustar mucho a las personas.”

Esa frescura y vigencia del trabajo de Abel Quezada no es del todo agradable para su hijo: “Consideramos que es un poco desafortunado, porque demuestra que no hemos cambiado mucho (como país); es decir, que tenemos los mismos problemas y no hemos podido solucionarlos.

“Me parece importante reflexionar sobre eso. Al releer la obra de mi padre nos damos cuenta de que todavía tenemos buen trecho por cubrir y que hay muchas cosas por componer.”

Integrada por alrededor de 350 piezas, entre dibujos, historietas, cartones, pinturas, bocetos y murales, Códice AQ ofrece un panorama completo del trabajo de Abel Quezada, al tiempo que permite percatarse de “la gran envergadura” que tiene su obra, según Quezada Rueda.

Falta mucho por descubrir

Como lo hizo Alfonso Morales, curador de la muestra, en una entrevista publicada en estas páginas (La Jornada, 8/12/10), Abel Quezada Rueda comentó que la mayoría de las piezas exhibidas provienen de la asociación civil con el nombre del creador, varias de las cuales nunca se habían mostrado al público.

Entre esos trabajos, enumeró el caso de Petróleos Mexicanos: una historia en dos murales, pintado para las oficinas generales de Pemex, además de los libros de viajes y los cuadernos personales del autor.

En ese renglón, mencionó asimismo las pinturas que se presentan en la exposición, las cuales sólo habían sido mostradas al público hace muchos años en la Biblioteca de México.

Abel Quezada Rueda destacó que aún queda mucho material de su padre por descubrir y dar a conocer.

“Hemos hecho una importante labor al descubrir y recopilar la mayor parte de la obra, pero vemos que nos falta mucho. Curiosamente, con motivo de esta exposición varias personas conocidas de mi padre se acercaron y nos mostraron cartones u obras que él les obsequió”, indicó.

“Es el caso de Jacobo Zabludovsky, quien tenía varias obras originales que nosotros desconocíamos y que incluimos en esta exhibición. Y así ocurrió con muchas otras personas; es algo increíble, porque nos muestra que aún es mucho lo que tenemos por recuperar o registrar y mantener en el acervo.”

La exposición Códice AQ, en el Museo de la Ciudad de México (Pino Suárez 30, Centro Histórico), concluirá el 3 de abril de 2011. Visitas de martes a domingo, de 10 a 17 horas.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Francisco Toledo el humorista.


Son muchas las razones para reconocer a Francisco Toledo como un pintor excepcional. Quizá la menos comentada sea el humor que subyace en la mayor parte de su producción. Famoso por su origen zapoteco, Toledo gusta de invocar a los animales que son comunes en el Istmo de Tehuantepec, donde Juchitán se ha vuelto un foco de atención artística. La casa de la cultura municipal alberga una cantidad de pinturas de autores mundialmente famosos que ya quisiera cualquier museo. La aproximación a la obra de Toledo puede ser hecha de muchas aristas, pero la que destaca es el humor que refleja una idea local lúdica que, por lo mismo, ha resultado universalmente asimilable.

Tamayo se pronunció claramente por evadir la producción pictórica como reflejo de lo indígena para evitar que la apreciación pictórica oaxaqueña se volviera parte del “turismo cultural”, donde se explotaba lo prehispánico para atraer la mirada mundial sobre su producción. Los resultados perduran. Empero, una mirada a su obra imperecedera, deja un sabor de seriedad intencionada. Todo lo contrario de Francisco Toledo, a quien se le han dado muchos adjetivos, de entre los cuales el de humorista resulta innegable. Ese humor regional, se puede encontrar en otros autores, incluso literarios, de la zona, como el notable escritor Manuel Matus (San Francisco Ixhuatán, 1949), quien con algunas de sus obras como El puro y el tren y El viento es una multitud, ambas de 1989, o Entre las sombras de Monte Albán, 1995, logra retratar las tradiciones orales relativas al humor cotidiano, donde las contiendas de mentiras son comunes y capaces de crear personajes como el Monje que se hace tren con sólo fumar un puro, o con enanas putas que azotan las calles del centro de Oaxaca en un frenesí que torna risible lo cotidiano. El gozo que Toledo trasmina tiene raíces regionales, no sólo juchitecas. Ese mismo humor que se retrata en la obra de Toledo se regodea en temas comunes a todas las latitudes humanas. Su innegable logro es personalizar el ángulo de su afilada mirada.

Experto impresor, dibujante, pintor, escultor y ceramista, en prácticamente toda su producción hay un dejo humorístico que no se pierde ni siquiera en los autorretratos que gusta de hacer, para recordarnos que el que es buen tigre, en su propia casa araña. Hablar de la técnica de Toledo es cosa aparte, pues sus técnicas en la producción son variadas, máxime cuando gusta de la grana cochinilla que se cultiva en los tequios oaxaqueños.

Los motivos principales de su plástica son referidos a la fauna y flora local, como símbolos de la vida que debe ser contrapuesta a una muerte repleta de bromas vitales, de calaveras capaces de colgarse genitales o divertirse a costa de cuanto ser vivo toquen. En ese contraste nacen seres imaginarios que, más que asustarnos, denotan un juego interminable. Ese juego puede referirse a muchos aspectos, no sólo el sexual –aunque éste predomina– y se realza con sus creaciones fantásticas. Mientras, los representativos chapulines se vuelven calaveras que son cabalgadura de una muerte chiquita que se presta al doble sentido para dar contenido a los tantos animales con genitales humanos, que lo mismo polinizan las flores hechas vaginas, que sodomizan a hombres y mujeres. Y no sólo se refiere a los animales de la región oaxaqueña, incluso leones en un circo son capaces de “comerse” a las mujeres. En la iconografía de Toledo pocos salen bien librados, pues con una sonrisa en el pincel, el juchiteco nos recuerda lo animales que somos y cómo, por más que lo intentemos manejar, nuestro sentido orgiástico bulle continuamente en una caravana innegable a Wilhelm Reich. Y no sólo se burla de nuestros instintos, si no de cómo los vivimos. En su producción Los mirones, un par de jóvenes miran cómo en una telaraña muchos labios vaginales voladores supuestamente bovinos. La desmesura en las proporciones y los gestos animales son en sí humorísticos. Al final, su éxito reside en hacerlos humanizados, pues así vemos el espejo de la humanidad que vive en sus instintos más básicos. No por nada en su obra Registro civil los casados y el juez son perros xoloitzcuintles (como los que el propio Toledo posee); o la mujer con cara de pescado expone sus labios inferiores para recordarnos la broma vulgar sobre los humores femeninos y cómo huelen.

El humor de Toledo no se detiene en los regionalismos biológicos. Sin duda el personaje más famoso en la historia oaxaqueña es Benito Juárez, símbolo, entre otras ideas, del progreso y éxito basados en el esfuerzo personal. No sorprende que Toledo haga una serie con base en el rostro de Juárez que aparece en los billetes de veinte pesos. Toledo se dedicó a desacralizar a ese Benito que de pronto parece dejar de ser humano. En sus manos, ese icono antes intocable se vuelve presa de las más dispares situaciones: es puesto a practicar la zoofilia o a entregar el correo a animales con una erección humana. Lo mismo sucede con Gandhi, que en las acuarelas de Toledo puede ser marco para que las arañas hagan sus redes, en una sutil broma sobre la inmovilidad y lo humorístico que puede ser esa peculiar forma de resistencia pacífica. Y no es que Toledo desconozca el alcance de la lucha civil, pues es un fuerte activista en la protección del patrimonio cultural oaxaqueño, desde los árboles cortados por Ruíz hasta inmuebles preservados para volverlos centros escolares. Pero su vena lúdica no puede dejar pasar la oportunidad de sonreír a costa del modelo involuntario. Incluso autores como Munch y su grito pasan por la guillotina de Toledo, quien con su cara seria tiene pinceles juguetones. Pero no por humorística su obra deja de ser certera, quizá ese sea su mayor mérito.

Al final, como bien resume en su dibujo Mi casa es su casa, donde una calaca nos espera en las puertas de la muerte que todos habitaremos, sabemos que el humor de Toledo es un recordatorio de que esta vida es un trance que más nos vale pasarlo con una sonrisa: de todas formas nos vamos a pelar para el otro mundo.