Magnetismo y gravedad.

magnetismo,gravedad,demostracion.

jueves, 3 de febrero de 2011

Acuarela literaria sobre Joaquin Sabina.



Pancho López fue un héroe efímero entre los protagonistas de canciones absurdas, más o menos del estilo de Speedy González, pero con la sutil diferencia de que mientras a éste le cantaba un cursi llamado Pat Boone, al otro, más auténtico y mexicano, se lo sacaron de la manga en las tierras del sub-comandante Marcos, para definir a aquella persona que vive a toda hostia, sin medida ni recato, como si la existencia fuese una despiadada carrera hacia el infinito. Eso sí, un maratón en que se sacrifican amores, compromisos políticos, éticos y lo que fuere, con tal de disfrutar una estabilidad económica cercana a la de un alcalde marbellí.

Y si a México me he referido (una de las enormes pasiones del primogénito del comisario Martínez), habremos de echar la vista hacia atrás, y situarnos en la barra de un restaurante azteca, en aquel Londres del glam-rock, para comprender el estado de ánimo del Grajo de Úbeda, que es como en el mundo taurino y cantarín se conoce a un escuálido bardo llamado Joaquín Martínez Sabina, que se dejó crecer la coleta mientras bullían por su empinada cabeza historietas de putas y cantaores, maletillas y delincuentes, a quienes convertiría en protagonistas de sus futuras canciones.

Guitarra en mano, alegando la leyenda de que la Gestapo española le perseguía por sus actividades antifranquistas, el sandunguero muchacho llega a la capital británica dispuesto a entretener al personal con las formidables creaciones de José Alfredo Jiménez. En las calles de la ciudad el ambiente era más bien distinto. Miles de jóvenes aguardaban la llegada del punk, ataviados con ropa colorista y provocadora, en tanto el cuarteto sueco Abba organizaba su Waterloo y las playas de Brighton eran testigo de las batallas entre mods y rockers.

Joaquín caminaba por otros senderos, por los mismos que pisaba, a caballo claro, el jinete de Miguel Aceves Mejía, o quemaba con ansia las horas jugando al billar americano, viviendo romances pasionales, entonando valsecitos y corridos, en fin, gozando de un autoexilio que algunos ingenuos tomaron por auténtica persecución política. Pero Sabina no encontró su mariachi.

El joven aprendiz de macarra aceró entonces su ya afilado rostro, que adquirió el tinte de un Cristo de cualquier paso o trono de la Semana Santa andaluza. Anónimo y doliente, ve cómo la nicotina pintaba sombras amarillas en sus dedos y dentadura, en tanto dispone su alejamiento de Pénjamo y el Rancho Grande, dispuesto a iniciar su carrera como narrador de historias urbanas, con una estilográfica que tenía seis cuerdas.

El glam de Tyrannosaurus Rex y David Bowie no le habían servido para mucho. Nada más lejano a su reciedumbre andaluza que esa horda de locas inglesas, ataviadas como si fueran a un carnaval veneciano. El es de los que prefiere la sensiblería del primer Joan Manuel Serrat, antes que la carga de mala leche y compromiso que se traía Lluis Llach.

En su fuero interno, Sabina tarareaba por Ochaita, Valerio y Solano, Quiroga y Rafael de León, antes que por Yupanqui, Blas de Otero, Celaya o Neruda. La españolidad descubierta en esa nueva patria que camina hacia la democracia, se hace más sólida cuando se arrejunta con muchos jóvenes sin ideario político, que le acogen en su seno con alborozo, unas aceitunas y un fino bien frío, por favor.

Se siente así más sosegado. Huye de las utopías como de las películas de Bergman. Le espantan esos morlacos, que más bien son toros con los que prefiere no lidiar. El es un diestro al que le pasman los naturales, o sea, los que se deben dar con la zurda.

En sus paseos por la capital del reino oye hablar de un tal Jaro, al que dedica una tonadilla que recoge desde su tribuna en el Metro madrileño un chavea llamado Pulgarcito, al que a su vez llevan a la flamante 2ª Cadena de TVE, como muestra exótica de lo que se vino en denominar cantantes callejeros.

La repercusión del romance es tal, que un avispado ejecutivo de una de las grandes multinacionales hispanas llama a su despacho al responsable de la grabación. Pero la sorpresa surge cuando el imberbe trovador confiesa que la historia no es suya, sino de un señor de Úbeda. ¡Qué demasiaó ¡…Tras escuchar al responsable, el directivo opina que ese tipo es buen autor, pero un mal cantante. Trágico error.

Joaquín sale del ostracismo, vía Mandrágora, y comienza a gestarse el rapto de Sabina. El contacto con Javier Krahe y Alberto Pérez acentúa su interés por la metáfora, el bolero, la anáfora, la copla, la hipérbole y el palíndromo, mientras deja escapar su fina ironía de la que no se libran ni sus amigos más cercanos.

Carente de voz atractiva, aprende a soltar por el túnel de su garganta ese tren chirriante que camina por sus dos castigadas cuerdas vocales, logrando que el texto haga olvidar el timbre y que sus versos oculten al imposible tenor que lleva dentro.

Algo mágico se mueve en el aire de sus conciertos, donde suelen aparecer Princesas que caen en las garras del mono, a las que canta con una ternura inusual. A partir de entonces su calenturienta musa le inspira decenas de poemas en los que está asegurado el aplauso del personal, que hasta entonces creía que los cantautores debían ser como Raimon. Pero no son ya tiempos de himnos sencillos o de vates curtidos en la protesta. El rock se le ha colado hasta las gónadas y eso se notará en el ropaje con el que viste sus historias urbanitas.

Preso por la fama y la notoriedad repentinas, el Grajo de Úbeda vuela hacia un nido donde serenar la vorágine de acontecimientos que están a punto de sobrepasarle. Mima su intimidad, huyendo de los paparazzi como de la peste. Su voluntario encierro tiene el aroma monacal del matador antes de cortarse la coleta: es tiempo de reflexión. Retorna así al valsecito, el corrido, la rumba, la copla, en fin, a la latinidad ingenua de sus comienzos. Y en todos esos palos, sabe cómo salir indemne.

Su piel se ha curtido entre las manos de cien mujeres diferentes, su carne enjuta y nervuda huye de adiposidad con fervor envidiable, templando nuevas historias a las que modela entre soneto y soneto, en noches que se funden con la luz del día, en días que copulan con la oscuridad invernal. Es un jugador en sesión continua. Póquer, amor, billar, pinball, todo le sirve para gestar historias a las que ya no puede acompañar de nicotina, alcohol o ese porro próximo a legalizar que solo espanta a los hipócritas y mediocres.

El presidente de esa corrida que es la vida sacó un pañuelo blanco, para advertirle con un primer aviso. Y Sabina mira alucinado el horizonte mientras Brassens canta : “La Camarde qui ne m’a jamais pardonné, d’avoir semè des fleurs dans les trous de son nez, me poursuive d’un zéle imbécile… »*.

Joaquín ha demostrado ser un espléndido narrador de su tiempo, que ha sabido conjugar con ingenio y voluntad, pusilanimidad y capacidad de adulación, a honestos intelectuales, políticos de izquierda blanda, centro-izquierda, centro-derecha, rockeros sesentones, maduritos de la movida, y a esos jóvenes ejecutivos treintañeros con máster en Florida e ideología desconocida (aunque siempre escorada a la derecha), que acuden a la oficina pálidos y ojerosos, tras una noche de cocaína “ala de mosca”. Entre sus fans no falta ya ni Esperanza Aguirre.

En pleno siglo XXI, Sabina sigue raptado por criaturas extrañas, gnomos y ranas embrujadas, esperando no se sabe qué acontecimiento. Es capaz, en su delirio, de alabar con infames aleluyas al presidente Obama. En Londres fue millonario de ilusiones. En Madrid es sólo un millonario, que carece del arrojo y libertad de muestran Ojos de Brujo, Aute, Manic Streets Preachers, Claudio Abbado, Andy Montañez, Manu Chao, Amparanoia, Son de la Frontera, Audioslave, Rick Wakeman, Simply Red, Víctor Víctor, Ruper Ordorika, Fermín Muruguza y otros valientes diestros en el noble arte de la música, que actuaron en Cuba aunque les costara el dinero de su bolsillo.

Y es que ya sabe que cantar para un pueblo sitiado, pacífico, culto y solidario, no es para aumentar tu cuenta corriente ganar dinero, sino para demostrar en las horas difíciles dónde está el coraje. Ese que Sabina quiere poseer, pero no puede comprar.

*Nota.- “La Parca, que jamás me ha perdonado haberle metido flores en los agujeros de su nariz, me persigue con un celo bastante estúpido”. (“Suplique pour être enterrè dans la plage de Sête”, Georges Brassens).

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