Encandilado en el contexto de su reciente disco, el álbum doble titulado Roots: my life, my song, la soprano afroamericana escanció el esplendor de su arte. A sus 65 años, elige como autobiografía el canto reivindicativo de sus intereses sociales: los derechos humanos, la hermandad y poderío de la cultura africana, pero sobre todo una manera de decir.
No fue entonces un recital de lied, una colección de arias. Tampoco un jolgorio de canciones. Fue, en cambio, una sucesión pasmosa de obras de arte en canto.
Acompañada por el excelso pianista Mark Markham, puso en vida obras de Leonard Bernstein, Rodgers y Hammerstein, George Gershwin, Duke Ellington y piezas tradicionales de señorío y poder, tanto anímico como de contenido.
En la obra de apertura: Somewhere, de la ópera West Side Story, de Leonard Bernstein, su voz llenó el espacio hasta la última molécula. No hay resquicio, rincón, fibra centesimal que no vibre con estos graves profundos, estas elevaciones de tono, tesitura y volumen que arrasan como el viento cálido y esparcen polen.
Tres minutos, tan sólo tres minutos le bastaron para apoderarse de la noche entera. Brazos en alto, esta imagen morena de La Victoria de Samotracia emblematiza la concreción de la belleza surgida de la inmensidad. Versión en magenta y moreno de El nacimiento de Venus, con sus olas, con sus velos.
Amaciza el instante de lo sublime el clásico de Rodgers y Hammerstein: You’ll never walk alone y encadena, en una sucesión ordenada y natural de toda la velada, una pieza lenta con otra rítmica: But not for me, de esa obra maestra de Gershwin titulada I got rhythm.
Termina el primero de cuatro bloques del programa. Sale a descansar cuatro minutos y cuando vuelve despierta el suspiro, esa forma tan luminosa de suspirar que tienen las constelaciones con otro tesoro de gershwiniana autoría: The man I love.
La manera en que dice Jessye Norman cada sílaba, la forma tan insólita de frasear –como el ritmo vaporoso de los pétalos cuando una flor extiende sobre el césped sus faldas color de rosa–, su encadenamiento prosódico de hada convierte estas canciones tan conocidas en obras nuevas, secretos develados, auroras boreales.
Ese fraseo, esa respiración redonda, ese géiser de polen y de maravillas mil, la hacen sencillamente insuperable. Única. Irrepetible.
Sobre todo cuando escala, con esa voz tan poderosa, ese abismo bello y cavernoso, tan lleno de gracia vegetal, todas las montañas, literalmente: Climb ev’ry mountain, otra gema de la pareja insondable Rodgers-Hammerstein. Y culmina con una tragedia de Eurípides traspolada al mundo de la esclavitud: My man’s gone, de otra ópera capital: Porgy and Bess.
La segunda parte del programa cumplió a cabalidad los anhelos de su título: “Celebración del musical estadunidense. Un tributo a los grandes”. Desfilaron entonces himnos representativos de las luchas sociales que libraron Odetta: el estremecedor tam-tam-treno-réquiem-duelo-música fúnebre e indignada: Another done gone man; Lena Horne: blues enorme, sorprendente: Stormy weather como nunca nadie lo había dicho antes, como tampoco nadie había respirado de tal forma el verano ardiente del Summertime de Gershwin. Y un momento culminante: My babe just cares for me, con algo superior al pasticcio: el traer al mundo de los vivientes a otra semidiosa, encarnada: Nina Simone en el cuerpo y la garganta y el alma en vilo de la señora Jessye Norman.
Última estación: el tren de Duke Ellington hace su arribo vaporoso: una sucesión encadenada cuasi fílmicamente de tres momentos de swing y agua ebullente. Al terminar, todos en vuelo, hubo dos piezas de regalo: el glorioso spiritual He’s got the whole world in his hand y, la cereza en el pastel: Jessye Norman se sienta al piano para encender las primeras notas de Amazing grace.
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